Llego al hospital más temprano de lo habitual. El estado de alarma nos ha dejado unas carreteras vacías que hacen que las distancias y los tiempos sean más cortos. No encuentro problemas para aparcar bajo una buena sombra.
Apago el motor, pero dejo que acabe de sonar la pieza de Mozart que venía escuchando por el camino. Mozart me acompaña a diario, desde que abro los ojos.
Acaba la pieza. Desconecto la radio y bajo las ventanillas. Aún faltan 40 minutos para el inicio del turno, aunque no los apuraré, por respeto y consideración hacia mis compañeras de la mañana, que esperan su relevo para acabar la jornada entre aplausos.
Programo una alarma en el reloj para dentro de diez minutos. Por delante me quedan 17 horas de trabajo en mi Internalia, convertida en “Planta Covid“.
Con las ventanillas bajadas me apoyo en el reposacabezas, cierro los ojos y comienzo a acompasar mi respiración al mismo tiempo que “abro” mis oídos.
No tardan en llegar sonidos que reconozco al instante. Me concentro en ellos. En mi mente no hay sitio ahora para nada más: sólo respiración y sonidos.
La brisa que acaricia las hojas de los árboles, el canto de gorriones y varios jilgueros, el reclamo de algún mirlo, la campana del vagón del Metro que se oye lejana, alguna conversación ininteligible a decenas de metros… No escucho el rumor de la autovía, ni el murmullo del ir y venir de vehículos por el Campus. El confinamiento nos ha devuelto imágenes y sonidos a los que quizás habíamos dejado de prestar toda la atención que se merecen.
Pasan los minutos, dos, tres, quizás cuatro. Siento mi respiración, mis latidos. Los sonidos de los pájaros y de los árboles siguen estando ahí, de fondo. Entonces ocurre. Entro en una suerte de ensoñación en la que sigo escuchando de fondo a los pájaros, muy lejanos, mientras mi mente vuela y desconecta. No hay pensamientos ni imágenes del pasado, no hay miedos ni preocupación por el futuro.
La alarma del reloj me devuelve al mundo real. Salgo del coche con la mochila a cuestas y enfilo con paso decidido el camino hacia la puerta del hospital, para después subir las escaleras hacia los vestuarios en la sexta planta.
Como he llegado temprano, puedo llevar a cabo tranquilamente un ritual ya habitual para mí en tiempos de Covid. Me visto de “romano”, me enfundo cuidadosamente uno de los gorros quirúrgicos que con tanto amor han cosido las manos de mi padre y de mi madre, recorto a medida un trozo de apósito hidrocoloide que coloco a lo largo de mi prominente nariz y me ajusto la mascarilla quirúrgica enganchada a uno de esos “salvaorejas” que la comunidad de “coronamakers” ha creado de manera altruista.
Salgo del vestuario, bajo hacia la Quinta planta y atravieso el umbral de la Zona Covid con la firme intención de hacer más llevaderas para todos, personal y enfermos, las próximas 17 horas. Los miedos, la ansiedad y la preocupación los he dejado aparcados bajo una buena sombra, custodiados por los gorriones, esperando a que la brisa se los termine de llevar.
Frisch zum Kampfe, |
¡Listos para la lucha, |